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Cuando llegaron a la habitación del hotel se quitaron la ropa como fieras que se necesitan de manera urgente. Con la luz apagada tantearon sus cuerpos. Se besaron con ganas. Se mordieron con rabia.
Él la cogió por su cintura y la tiró sobre la cama. Después se abalanzó sobre ella, con hambre de placer, asumiendo el control y dominándola a su voluntad, mientras ella luchaba por no ser subyugada y ganar en la lucha por la autoridad entre las sábanas.
En uno de sus intentos, la mujer agarró del cuello al hombre, obligándolo a darse la vuelta para auparse sobre su cintura, reivindicando su derecho a mandar entre aquéllas cuatro paredes. Él cedió el poder a su enemiga sin vacilación, con la inquietud de conocer hasta dónde podría llegar. Dándole la oportunidad de ganar la batalla a cambio de descubrir los límites de ella.
Con la arrogancia de quien se siente superior, la mujer le susurró al oído:
— Esto es lo mejor que te va a pasar en la vida.
Empeñada en demostrarlo, no cejó en su supremacía hasta encumbrarse como vencedora. Hasta provocar su rendición.
Él, derrotado, la miró con asombro.
Y, sin romper el silencio, se dieron el último beso, antes de quedarse dormidos el uno sobre el otro.
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